martes, 7 de septiembre de 2010

INTRUSOS

Nota. Cuento publicado en la revista de la Escuela de Letras de Madrid. (Link a la revista)
Cuento publicado en la revista chilena El Puñal ( Link a la revista )


Amanece. A pesar de que la luna menguante pero obstinada sigue imperturbable al costado de un cielo azul claro y ausente de nubes. Y aunque el sol no aparece, el lago se va iluminando y el ambiente va ganando temperatura después de una noche innecesariamente fría.

Recargado al filo de la ventana, desde la modesta habitación situada en lo más alto de esta colina con forma de hormiguero, ante mis ojos aparece el pueblo completamente rodeado por aguas serenas y turbias.

Desde aquí puedo observar las pequeñas embarcaciones que abandonan la orilla en grupos de cinco y ocho. Se adentran en el lago, elevan al aire sus redes con forma de de alas de mariposa para luego hundirlas en el fondo y levantarlas cargadas de peces que luchan inútilmente por escapar de una muerte segura.
Las primeras campanadas de la misa de seis consiguen que vuelva la mirada hacia la torre de la pequeña iglesia incrustada entre las casitas de techos rojos y paredes blancas. Es entonces que las cocinas de los pequeños restaurantes, distribuidos a todo lo largo de la gran escalinata que baja desde la monumental estatua de Morelos hasta los muelles, empiezan a exhalar columnas de humo grisáceo que van invadiendo el aire con un olor a pino fundido. Poco a poco, los Purépechas van saliendo de sus casas y sin destino aparente caminan decididos y con prisa. - El pueblo ha despertado -alcanzo apenas a escucharte entre la brisa.

Es domingo de pascua y dentro de pocas horas la paz cederá al barullo de los turistas que abarrotarán las calles y las pequeñas plazas para ver a los niños, que ataviados con máscaras de viejitos y sombreros de paja, bailarán felices al ritmo de violines eternamente desafinados mientras sus padres intentarán conseguir algunas monedas a cambio del espectáculo.

Desfilarán por doquier tropas de niñas con trenzas adornadas de listones coloridos, vendiendo artesanías miniatura y dulces de tamarindo dispuestos en jarritos de barro negro pintados con flores, abusando, por ser día de fiesta: "¡A cinco la bolsa con diez!".

- Seguramente será imposible encontrar un lugar disponible para comer. -suspiro.

De todos los pueblos que visitamos en México, siempre encontraste la forma de convencerme para regresar justo a éste. En realidad, nunca me importó, yo siempre he venido sólo por ti. Es hasta hoy que a través de tu esencia, intento descubrir la magia con la que te cautivó.

De regreso en el interior de la habitación, recojo mis últimas cosas con la intención de prepararme para salir y justo al llegar a la puerta me detengo a mirar por última vez la cama deshecha y perturbada por almohadas y sábanas abandonadas al azar, pero aún capaz de dar testimonio de la noche que de todas las formas posibles, apenas terminó.

Te dejabas acariciar. Desnuda y boca arriba, con el cabello derramado sobre los hombros enmarcando tu cara de niña inocente y con tus ojos rotundos y buenos observándome tocar con los labios tus senos, mientras yo sentía una deliciosa calidez invadiendo toda tu piel.

Tu cuerpo se erizó y reíste nerviosa.

- Vas muy aprisa ¿Cuándo me vas a escribir un cuento? -me preguntaste fingiendo apatía.

- ¿Tú crees que le escribo cuentos a todas mis novias? -te contesté riendo con la intención de hacerte rabiar.

Gruñiste tratando de escapar de mis brazos pero no lo permití. Me abrí paso por tu pecho, rocé con malicia tus hombros y manos, besé tu abdomen y me deslicé entre tus piernas para hacerte gemir de placer hasta que éste se volvió insoportable.

Me empujaste el pecho con las piernas y te montaste encima de mí. Te tomé de las caderas encabritadas mientras galopaban sobre las mías con violencia frenética. Yo intentaba entretanto despejar el pelo de tu rostro, pero sacudías el cuello impidiéndomelo adrede.

— Quiero ver tu cara. -exigí.

- ¿Qué es lo que mas te gusta de mí? -me desafiaste orgullosa.

- Todo. -te mentí mientras de tu garganta escapaba el último aliento de placer.

Caíste rendida sobre mi pecho y te abracé como siempre. Más tarde te acurrucaste a mi lado y tomaste el libro de cuentos que te regalé.

- Dejaste la ventana abierta, tengo frío.

- Esa era la intención -sonreí.

No quería dejarte leer y haciéndote cosquillas me puse a jugar con tu pelo intentando distraerte mientras te canturreaba: - "Eva tomando el sol, besos, cebolla y pan, ¿qué más quieres Adán?"

- No molestes -chillaste sin apartar la vista del libro-. No me gusta esa canción.

- ¿Por qué? -te contesté como si no supiera ya la respuesta.

- Ya te lo he dicho muchas veces, es muy triste.

- Bueno y dime, ¿cuál cuento estás leyendo?

- ¡Dis-leur de ne pas me tuer!
- Ah sí, muy interesante, pues no se cuál es ese.

- ¡Dis-leur de ne pas me tuer! —repetiste riendo a carcajadas.

- Come mierda -grité bromeando y te arrojé la almohada mientras salía de la cama para encender un cigarro cerca del balcón.

- Deja de fumar y cierra esa ventana que tengo frió, ¿qué significa horcón?

- Es un ahorcado gordo -reí-. ¿Qué no sabes español?

- Pues sé más español de lo que tú sabes francés.

- Eso es porque te la has pasado de vaga por México pero todavía tienes un terrible acento chillón y afrancesado.

- No tengo ningún acento, y sé español porque soy muy inteligente.

- Bueno Sofía, olfatear el libro cada vez que cambias de página no te hace ver muy inteligente.

- Huele rico -sonreíste - Además, si me escribieras más cuentos, sabría más español. Y me llamo Sophie, no Sofía, que así se escucha mal.
- Pues significan lo mismo y no te quejes, que tú eres la primera que lee todo lo que escribo.
- Sí, pero hace mucho que no escribes para mí, no es lo mismo. ¿Por qué ya no me escribes como antes? ¿Ya no sientes nada por mí?

- No seas boba, ¿qué tiene eso qué ver? Sabes bien que te quiero.

- Sí, pero ya no es igual. Antes escribías cuentos acerca de nosotros y en París me prometiste uno especial, uno que hablara del futuro que tendríamos algún día, cuando viviéramos juntos.

- ¿A qué viene ahora todo eso? ¿Estás discutiendo por nosotros o por un cuento?

- Pues tal vez era sólo un cuento, pero lo prometiste.

- Y tengo dos años pidiéndote que te vengas a vivir a México. ¿Qué tal tu cuento?

- ¿Ah sí? ¿Y qué pasó con el pequeño asuntito que ibas a resolver antes de que viniera? ¿Ese era otro cuento?

- Ya no sé ni de qué estamos hablando.

- Yo tampoco. -chillaste enojada arriscando la nariz.

Ya no supe qué más decirte y te volteaste para darme la espalda tapándote con la sábana.

Me pregunto si algún día te acordarás de todo esto. De lo que sí estoy seguro es que ignoras que me quedé observándote un largo rato mientras dormías. Pensé varias veces en despertarte y hablar contigo pero no me atreví. Vencido finalmente por el sueño, me acosté de nuevo a tu lado y te susurré al oído:

- Lo que más me gusta de ti, es tu cara de niña traviesa.

Sólo contestaste con un leve quejido.

Desperté solo y al borde del colchón. Miré con extrañeza el libro de Rulfo tirado en el piso y estiré una mano para alcanzarlo. Sobre la pasta leí tu mensaje escrito con pintalabios:

¡Dis-leur de ne pas me tuer! ¡A jamais!

Dejé la cama y todavía adormilado me fui percatando de todo. Daban cuenta de tu huída, la ausencia de tu maleta y de tus cosas de baño. Sobre la mesita de noche, solitaria se enfriaba la taza de café que seguramente bebiste mientras yo dormía. Furioso, la lancé contra la pared convirtiendo en añicos el último vestigio de tu presencia.

Encendí un cigarro y maldiciendo me asomé por el balcón, no sé si con la absurda intención de buscarte entre las callezuelas aún a oscuras. De todas maneras, no te encontré.

Regresé a la cama e intenté calmarme pensando que seguramente sólo sería una más de tus rabietas.
Lo cierto es que no regresaste. También es cierto que no volvimos a vernos jamás en ningún otro sitio.
Evité por mucho tiempo regresar a este lugar porque esperaba hacerlo como siempre, contigo. Pero después de todos los intentos por contactarte, me fui haciendo a la idea de haberte perdido para siempre.

Llegué ayer por la tarde. La noche me embriagó con una tristeza inerte y me escondí entre sus sombras hasta que la mañana me sorprendió recargado en la misma ventana desde donde te observé por última vez hace ya muchos años.

Con las horas, la habitación termina de iluminarse. El balcón sigue abierto y el viento entra con frías bocanadas de yerros añejos seduciendo a las cortinas en un juego de luces y sombras sobre la cama que ahora adquiere un talante más parecido a la nostalgia que a la desesperanza. Todavía frente a ella, dejo caer mis cosas al piso y extraigo de mi maleta el último intento por cumplir una vieja promesa.

Regreso al balcón y me siento a observar a Janitizio danzar en el día de la resurrección - "No quedan plazas para dos intrusos en el paraíso" -silbo la canción que nunca te gustó.

¿Cuándo te voy a escribir un cuento? Ahora mismo.

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sábado, 27 de marzo de 2010

Al Amanecer



Sentado en el borde de la cama frente al balcón abierto de la habitación en penumbras, contemplaba al mar embravecido que seis pisos abajo se enzarzaba contra la tormenta en batalla campal martirizando la playa con truenos y fulgores intermitentes desde hacía ya demasiado tiempo. Las olas rompían con furia en la arena y los rugidos entremezclados eliminaban cualquier posibilidad de sosiego y paz. ¿A que hora terminarían?


Cubrió su rostro con ambas manos y cerrando los ojos apretó los dientes intentando que la noche desapareciera de cuajo llevándose con ella el suplicio que martillaba su cabeza. Seguramente el amanecer le traería la calma y aunque ésta fuese pasajera eso no importaba. “¡Ya cállense!”, gritó al vacío pero su voz se confundió con la furia del viento que arrebataba las hojas de las palmeras.

Respiró hondo y miró hacia un lado reconociendo su reflejo en el cristal de la puerta. Aun sentado, su cuerpo de un metro noventa resultaba imponente. Llevaba el torso desnudo y las caderas cubiertas por un breve bañador dejando al descubierto unas piernas ejercitadas en exceso al igual que los enormes músculos del pecho y los brazos que se hacían más notorios con cada estremecimiento del cielo. La cabeza afeitada y la frente amplia resaltaban un par de ojos grises que ahora le devolvían una mirada suplicante.

En cualquier otra ocasión hubiese sonreído con vanidad descara pero no era el caso. La contorsión de su rostro ponía de manifiesto la angustia enajenada que lo abatía al grado de hacerle sentir miserable.

Sin embargo, su atlética figura le había servido bien en la mañana, cuando caminando por la playa al lado de un mar en perfecta calma, encontró a un grupo de mujeres que demasiado alegres para la hora, usaban al incipiente sol de pretexto para desnudarse y recostarse a sus anchas sobre la fina arena blanca que aún se sentía fría.

Ahora la única mujer visible languidecía a su lado, igual de desnuda pero con el rostro semioculto por la almohada y la larga cabellera que rozaba sus caderas bronceadas e indiferentes. Al mirarla, la cubrió con la sábana y la dejó descansar.

Estiró el cuello levantando la barbilla para refrescarse con las gotas de agua que empujadas por el aire llegaban hasta el interior de la habitación y las imaginó en su rostro como miles de hormigas huyendo en busca de refugio. No se sintió mejor. Se levantó caminando hasta el barandal del balcón y volvió a gritar, esta vez incluso con más fuerza que la anterior pero con el mismo resultado: - ¡Malditas!

Regresó empampado y se quedó inmóvil para observarla detenidamente en un breve remanso de paz.

A pesar de estar cubierta, pudo recrear en su mente el rostro ovalado y terso, los largos y azules ojos tristes como lagos diáfanos que contrarrestaban con la pequeñez de su nariz y los insolentes labios pintados de carmín subido que horas antes entreabriera sin disimulo al ritmo de la música y de las contorsiones de su cuerpo delgado y frágil ataviado con jeans deslavados y ajustados y una blusa negra adherida con celo a un par de senos redondos y bien formados.



Había llegado a Cancún en busca de nuevos placeres que además lo alejaran por un tiempo de la ciudad en donde sus andanzas se estaban volviendo cada vez más notorias y riesgosas.

La temporada no podía ser mejor, en pleno abril la isla estaba atestada de jóvenes que arribaban de todas partes con la única idea de divertirse con desenfreno durante las cortas vacaciones de primavera. Entre ellos podría mezclarse con facilidad sin temor a ser reconocido.

Supuso que además el clima le ayudaría a sentirse mejor y que el sol del caribe le disminuiría sus intensos y cada vez más frecuentes achaques. Sin embargo éstos no cedieron después de seis días de infructuosos intentos por concretar alguna conquista nueva.

Comenzaba a sentirse aburrido y solo mientras caminaba esa mañana por la playa, cuando a lo lejos distinguió al grupo. Se acercó despacio y las observó con cuidado. Al ver entre todas a una trigueña delgada con una inmensa cabellera rojiza le gustó de inmediato. Con dificultar rebasaba los 20 años, pero tenía el cuerpo bien formado a pesar de que la sonrisa lozana que le devolvía denunciaba su corta edad.

Al notarlo, rieron colocándose el bikini con pena y rapidez. Caminó indiferente hasta situarse entre el mar y las sombrillas donde se refugiaron para observarlo y susurrar entre ellas. De su mochila sacó una toalla y un libro demasiado gordo que dejó caer en la arena. Tendió la toalla con cuidado, se recostó tomando la novela que jamás leyó y sacudiéndole la arena la abrió por la mitad. Fingiéndose absorto detrás de sus gafas de sol, se dispuso a esperar pacientemente.

Tras un buen rato, escuchó sus risas pasando muy cerca. Una de ellas le dejó un –hola- mientras se alejó sin voltear a verlo para correr en compañía de sus amigas a remojarse en la orilla del mar.

Cuando volvieron, se incorporó quitándose las gafas e ignorando al resto le devolvió el saludo a la trigueña mirándola fijamente como si no existiera nadie más a su alrededor. Ella se detuvo mientras las demás continuaron el camino de regreso a las sombrillas.

- ¿Cómo te llamas? –le preguntó invitándola a sentarse con un ademán.

Ella le contestó con su nombre mientras se acomodaba a un lado, pero el lo olvidó de inmediato. – Lo mejor será llamarte de otro modo –se dijo en silencio sin dejar de sonreírle.

- ¿Qué lees? – preguntó mirando el libro.

- Es la historia de un príncipe traicionado por su amada. -le contestó con falsa solemnidad.

- Dime la verdad, protestó divertida.

- Es verdad, lo juro. Es más, justo leía como el dolido príncipe evocaba la figura de su amada cuando de pronto apareciste tú y me dije: ¡No puede ser! ¡Debo estar alucinando! ¡Pero si es exactamente igual a la princesa!

- Eres un mentiroso, le espetó riendo a carcajadas.

- Bueno, bueno, no es verdad, pero de ser cierto, tampoco me hubieras creído, ¿cierto?

- Quizás.

- Quizás -repitió.

Se quedaron así un buen rato, platicando de naderías hasta pasado el mediodía y aunque no le molestaba más el sol que la plática infantil de la trigueña, continuó mostrando interés mientras pensaba en la forma de terminar con el parloteo y pasar de una buena vez a la siguiente etapa.

La trigueña volteó por fin a ver al grupo de amigas que no paraban de mirarla y hacerle burla. Se puso de pie y le dijo:

- ¿Por qué no vienes un rato con nosotras? –señalando a sus amigas.

- ¿Qué tal si mejor nos vemos más tarde? –contestó volteando a ver su reloj. - ¿Van de fiesta esta noche?

- ¿Y que otra cosa? – contestó ella sonriendo.

- ¿Qué te parece si me dices adónde van y nos vemos ahí en la noche, princesa?

Seguramente se quedaría sonriendo mucho rato después de que se marchó y le dejó un leve beso en la mejilla.

Llegó al lugar acordado con dos horas de retraso. La buscó con cautela entre la multitud que se arremolinaba junto a la barra en donde además de despacharse bebidas a velocidad extrema, un grupo de bailarines con uniforme de meseros se contoneaba unánime entre acordes de música estridente y juegos de luces láser multicolores.

La alcanzó a ver en una esquina junto a su grupo de amigas pero no fue hacia ella. En lugar de eso, se abrió paso entre la gente de la barra, pidió una cerveza y se quedó observándolas un rato más hasta que comprobó que la botella de vodka que tenían sobre la mesa lucía casi vacía y determinó que era el momento de abordarla.

Se aproximó con una botella de Absolut en la mano seguido de un mesero que hacía malabares entre la gente para no terminar derribado con todo y la bandeja que llevaba por todo lo alto repleta de vasos y una jarra con hielo.

- Creo que necesitamos más de esto -le dijo al verla sorprendida mientras la besaba en ambas mejillas.

El grupo celebró con aullidos y gritos de júbilo el arribo de las nuevas provisiones y la trigueña cambió su cara de sorpresa por una sonrisa.

Bailaron gran parte de la noche en la misma esquina hasta que la tercer botella estaba por vaciarse y entonces la alejó un poco del grupo.

- ¿Qué te parece si nos escapamos de aquí tu y yo solos?

- Si quisiera - contestó - Pero ¿y mis amigas? Se supone que andamos en grupo para cuidarnos - agregó con voz pastosa.

- Yo me sé muchos trucos -le susurró al oído tomándola por ambas manos.

Sin soltarla, la fue alejando despacio fingiendo que seguían bailando hasta que logró la distancia suficiente para escabullirse por una de las salidas sin que los notaran.



- ¿A dónde vamos? -le preguntó demasiado pasada de copas como para ofrecer resistencia.

- A un lugar seguro y tranquilo -le aseguró mientras le ayudaba a subirse al auto.

Con los primeros rayos del sol y la tormenta en franca retirada se empezó a sentir mejor a pesar de la modorra provocada por haber pasado la noche en vela.

Fue al cuarto de baño y se lavó la cara y las manos profusamente. Mientras se secaba se observó al espejo y al darse cuenta que las molestias habían desaparecido por completo, sonrió a su reflejo.

Regresó al dormitorio, cerró las puertas corredizas de cristal del balcón y de camino a la cama recogió la ropa esparcida por el suelo. Se sentó para calzarse las sandalias y se puso la camiseta despacio. Volteó a ver a la trigueña por última vez. Removió las sábanas y al descubrirla notó el charco que continuaba creciendo con la sangre que emanaba desde el profundo orificio que en la espalda baja, la hoja insertada no podía contener.

Vaciló un momento mirándola dudoso. Finalmente se decidió y desencajó el arma con cuidado de no mancharse la camisa. Mientras atravesaba la puerta suspiró aliviado, las voces habían callado por fin. Al menos, por ese día.


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domingo, 28 de febrero de 2010

Unalak


Mi nombre es Unalak, que en la lengua de mis ancestros quiere decir Viento Del Oeste. Te lo aclaro porque sé que cuando me vaya y escuches mi historia en boca de otros, se referirán a mí con el nombre que me impusieron en esta tierra ajena.


Recuerdo con claridad el día que mi padre me contó que desde corta edad, me escabullía constantemente de mi madre para estar cerca de los jóvenes de nuestro clan y verles jugar luego de cumplir con sus deberes de la jornada. Según esto, llegó a ser tan famosa mi rebeldía que decidieron darme el nombre de la impulsiva corriente cálida que anuncia con su llegada el cambio de las estaciones.

Esa historia no la conocen los hombres blancos. Esos seres tan livianos de espíritu como de huesos, que creyéndose jueces del mundo van por ahí adueñándose de todo, los mismos que tachándonos de asesinos masacraron a la mayoría de los míos y condenaron al destierro a los que les sobrevivieron. Es por eso que maté a uno de ellos y a causa de mi crimen es que recuperaré mi libertad.

Nunca hubiera imaginado que un día que parecía tan común y corriente como el de ayer, fuera a terminar de manera tan sorprendente.

El sol había aparecido muy temprano en el horizonte y apenas iniciaba la mañana cuando ya sufría sus estragos sobre mi piel, acrecentando con esto el dolor de cabeza que me molestaba desde hacía tiempo. Es verdad que los de mi raza apreciamos mucho la reconfortante calidez solar y agradecemos a Akicha, su espíritu, por avivarnos con su presencia luego de los largos meses de oscuridad y frío que nos afligen en el invierno. Por el contrario, acá el sol quema desde muy temprano y deja una estela férvida que dura toda la noche. Aquí nunca es invierno y la falta de un espacio decente me imposibilitaba ejercitarme y librarme del sofocamiento.

Al mediodía, el hambre y la temperatura eran ya insoportables y sentía un intenso mareo cuando Jack llegó con el desayuno y algo de medicinas. El era mi único amigo aquí. No sólo me enseñó a trabajar practicando pacientemente conmigo cada uno de los trucos del espectáculo que luego mostrábamos por las noches, siempre estuvo al pendiente de mí, curándome y vigilándome en las innumerables ocasiones que enfermé por este árido clima y el agua tan malsana.

No era la excepción, más de 3 semanas habían pasado ya sin que dejara de atormentarme una fiebre altísima. Luego de comer con avidez, Jack me suministró la medicina a través de una enorme jeringa, pero no sentí nada. Le supliqué por más comida y él sonrió negando con la cabeza pidiéndome que lo acompañara al lugar de prácticas. Lo seguí sin ganas pensando que al menos así conseguiría alimento extra.

El espacio donde ensayamos es muy parecido al escenario principal, a excepción de que es más pequeño y casi nunca hay nadie. Al entrar, pude observar su forma circular en donde todo estaba dispuesto como siempre: Las rampas de aterrizaje, los pares de vallas bicolores, y la pequeña plataforma desde donde Jack daba las instrucciones.

Esta vez había un nuevo elemento. Un círculo de gran tamaño suspendido por largas cadenas de acero que bajaban desde lo alto y se balanceaba en el centro del lugar – Encima un programa nuevo –maldije sin que mi amigo me hiciera el menor caso.

Estuvimos toda la tarde trabajando, lo cual ayudó en parte a aminorar un poco mi apetito, ya que cada que terminábamos de repetir un ejercicio, Jack me dejaba descansar unos minutos, los cuales aprovechaba para devorar con rapidez los pequeños entremeses que se me permitían en los ensayos. Ya no sentía tanta hambre más el mareo y la fiebre seguían en aumento, Creí que no lograría estar en forma para la noche, ya antes me había pasado igual.

Después de cuatro horas de ensayo, Jack me regresó a mis aposentos en donde ya me esperaba el equipo de preparación. Me ayudaron a bañarme y alistarme. A pesar de que lo hicieron con gentileza, mi malestar no cedía, empeorando con el intenso ruido que ya provocaba la multitud desde las butacas, como de costumbre, atiborraban la gradería mucho antes de dar por iniciado el show.

Cuando los preparadores se dieron por satisfechos, me guiaron a la salida aunque yo renegaba con aspavientos intentando convencerlos para que me dejaran en paz.

Al fin llegué al domo y la multitud pareció enloquecer poniéndose de pie para verme mejor. Gritaban histéricos al tiempo que sacudían sus manos para saludarme al paso de mi vuelta inaugural.

Apenas la finalicé, todas las luces se apagaron y el lugar quedó en silencio. Este solía ser el único momento tranquilo de la velada y escasamente duraba unos segundos.

Acto seguido, se volvieron a encender las luces, esta vez mucho más intensas y un juego intermitente de rayos láser bailoteaba al compás de una melodía estridente que terminó de desquiciar a la multitud. Muy acostumbrada estaba a todo eso, pero a causa del tremendo malestar, las luces me cegaron y el ensordecedor escándalo de la música mezclada con los gritos me hizo sentir tan mal, que por momentos temí perder el conocimiento.

Con todo, pude seguir con la faena. Mi compañero apareció al centro del escenario ataviado con su traje de gala que tenía las mismas formas y colores que el mío. Saludó levantando los brazos a la multitud que lo ovacionaba. Me hizo la señal acostumbrada y fui hacia él para empezar con la primera de las suertes. Ésta consistía en saltar por el aire girando sobre mi propio eje en el sentido en que las manos de mi entrenador así lo indicaran. Un ejercicio simplón que de todas maneras el público parecía disfrutar.

Venían después dos vueltas lentas, nadando de lado, sacando y agitando una de mis aletas para copiar con esto los ademanes que Jack realizaba mientras animaba a la gente para que los siguieran. El resto más sencillo aún; saltar frente a él mostrando mi enorme torso, nadar en reversa y de regreso para finalizar en la rampa que me dejaba fuera del agua casi por completo.

Ahora tocaba la parte más complicada. Jack se tiraba al agua y mientras flotaba, yo me acercaba lo suficiente por debajo para posar sus pies sobre mi nariz. Me movía entonces a lo largo de la circunferencia llevándolo con mi hocico mientras adquiría más velocidad y él lograba sacar el cuerpo extendiendo sus brazos en forma de cruz hasta dejarlo sano y salvo en la rampa.

Se suponía que luego de dejarlo, yo volvería de inmediato a la parte profunda, pero sintiendo que la sangre me hervía y la cabeza me taladraba aterricé en la rampa y me quedé quieta, presa del dolor y a punto del desmayo. Jack me hizo señas para regresara a sumergirme pero no le hice caso hasta que se acercó junto a mi poniéndose en cuclillas. Me acarició la cabeza y metió un pescado por mi boca abierta. – Está bien pensé –de todas maneras ya falta muy poco.

Volví al agua y Jack me siguió. El último ejercicio era el más pesado y apenas lo habíamos ensayado ese mismo día. La idea era llevar a Jack montado en mi lomo y dar una vuelta por el estanque mientras del techo bajaba lentamente el enorme círculo hasta quedar inmóvil a unos cuantos metros por encima del nivel del agua.

Nadé entonces hacia el centro del escenario con el impulso suficiente para que a la distancia precisa, pudiera elevara mi cola lanzando a Jack a través del aro. Dos segundos después le seguiría.

Sin embargo, me sorprendió ver que en un instante y como por arte de magia, el enorme anillo se cubrió de fuego. Lejos de atemorizarse la multitud vitoreó el suceso pero yo me llené de terror y un respingo en el pecho hizo estremecer mi cuerpo. Cayendo en la inconsciencia, fatigada en exceso y con el entendimiento aturdido por la fiebre, mis ojos se fueron cerrando y las imágenes de una tarde lejana empezaron a surgir en mi memoria.

En esa ocasión mi madre, en compañía de mis parientes, me llevó hasta las orillas de Nunataq, la gran montaña helada del norte, para rendirle culto a Sedna en su propia morada por los favores recibidos en la temporada de caza.

No obstante del tiempo y la distancia, recordé que jugaba con mis hermanos permitiendo a los más grandes proseguir con la ceremonia, cuando sin previo aviso, la montaña enfureció irrumpiendo el aire con un ronco alarido, escupiendo fuego y rocas enardecidas que caían a gran velocidad golpeando e hiriendo a los incrédulos presentes.

La situación se volvió caótica. La tribu se dispersó despavorida en todas direcciones golpeándose unos contra otros en el intento desesperado por esquivar la cruel masa carmesí que bajaba desde el pico hasta las aguas de la orilla donde nos encontrábamos. El más leve contacto achicharraba la piel en tanto convertía el agua en un vapor cruento y denso dificultando más la huída.

No tengo idea de cómo logramos salir con vida. Solamente sé que en medio de la confusión, mi madre logró encontrarme y jalándome me alejó de ahí. Yo miré hacia atrás por última vez. ¿Sería que la diosa estaba enfadada? Desde la cumbre pude observar como el halo encendido y amenazante poco a poco se perdía en la distancia.

Tratando de recuperar la compostura, abrí con voluntad mis ojos lo más que pude, esforzándome por seguir adelante con Jack todavía trepado a mi espalda.

Lo primero que alcancé a ver fue el círculo maligno que seguía encendido y se encontraba cada vez más cerca. Espantada, volví a intentar detenerme y evitar el salto, pero Jack me fustigaba con las piernas en mis costados. En el momento justo antes de saltar, perdí el control. Me desvié hacia un lado y sentí un golpe severo en las costillas, Jack insistía en el último segundo. Salté hacia una de las paredes de cristal y lo empujé con violencia contra ésta, aplastándolo con todo el peso de mi cuerpo.

De inmediato sentí que el espíritu se le escapaba por la garganta. La muchedumbre dio un alarido de espanto y quedó en silencio otra vez. Se apagó la música y las luces de colores. Los preparadores corrieron a rescatar en vano a un inerte y sangrante Jack.

Sin pensar en lo que hacía y con el afán de no darle importancia a lo sucedido, nadé alrededor del estanque para finalizar mi acto como siempre. Me sumergí en el agua y salté por el aire expulsando con mi cola toda el agua que me fue posible para rociar a la mayor parte de la concurrencia. Por primera vez nadie rió, nadie aplaudió.

Hace un rato, vinieron varios hombres y me inyectaron nuevamente. Esta vez sentí un reconfortante cosquilleo que en poco tiempo recorrió mis venas y finalmente me siento mejor.

A causa de lo sucedido, ahora dicen que soy peligrosa y que ya de nada les sirvo aquí. Hoy me llevarán en un barco para soltarme a mi suerte en alta mar, muy lejos de este horrendo lugar.

Con las primeras luces de la primavera, regresaré a Inupiaq, la tierra de mi familia, donde seguramente me reencontraré con mis hermanos y volveré a ser la que una vez mi padre llamó Unalak. Honrando su memoria, llegaré a mi hogar llevando conmigo el cambio de estación.



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lunes, 15 de febrero de 2010

Dos Mundos

- Levántate floja, ni creas que te voy a dejar estar ahí todo el día – le ordenó quitándole la sábana de encima.

Mónica abrió un ojo, esbozó una sonrisa burlona y dándose vuelta se acomodó de nuevo en la cama.

- ¡No puedo creer que seas tan perezosa! Me voy a trabajar y estás acostada y cuando llego, ¿sigues dormida?

- ¿No te parece que ya que soy el único que trabaja en esta casa, al menos podrías acompañarme a preparar el desayuno? -insistió Edgar agachándose para gritarle al oído.

Ella resopló en la almohada con enfado.- Ni que estuvieras tan guapo –pensó, pero no le dijo nada.

- ¿No será que te habrás salido en mi ausencia? ¿Eh sinvergüenza?

La pregunta provocó que Mónica abriera los ojos pero estando boca abajo, Edgar no lo notó. Lo que menos deseaba ahora era un interrogatorio para el cual no tendría respuestas convincentes y no quería ni pensar las consecuencias de eso. Ya había pasado antes por ese trance y a punto estuvo de levantarse para evitar sospechas cuando su compañero se retiró rendido. - Al menos por el momento,

- Venga, pues ahí te quedarás sin comer. –escuchó a Edgar bajando las escaleras.

Lo cierto es que llegó de madrugada. Apenas había tenido tiempo para subir a la habitación, meterse en la cama y hacerse la dormida justo antes de que Edgar entrara a la casa.

La noche había sido especialmente agitada y no le apetecía levantarse ni siquiera para cubrir las apariencias. Además no tenía hambre, después de todo la cena había sido inusualmente abundante y sentía que la comida aún revoloteaba en su estómago. Sólo quería dormir o al menos seguir acostada restregándose la cara contra la almohada y disfrutando de la buena suerte que el destino le brindaba.

Quién le iba a decir que apenas hacía un año, las cosas eran muy diferentes. Antes era una callejera como cualquier otra, de esas que después de las labores propias del oficio deambulan por la calle sin un lugar caliente y seguro donde resguardarse.

Ahora tenía un hogar a donde llegar y una especie de pareja que a pesar de las grandes diferencias entre ambos y alguno que otro desacuerdo ocasional, se preocupaba por ella; la cuidaba y le proveía alimento sin esperar nada a cambio, a excepción quizá de un poco de compañía y mimos cuando paraba por casa.

Ciertamente Edgar era un ser muy extraño, pero no estaban los tiempos para ponerse exigente y pensar en volver a la vida de antes, - ¡Ni loca! - Se estremeció tan sólo de pensarlo.

Sin duda fue una relación inusual desde el principio, ella se acordaba:

Lo conoció una fría noche de otoño. Ella salía por el portón de una escuela ya pasadas las once luego de cometer el primer atraco de la noche que al menos le serviría para no desfallecer de hambre, ya que como siempre, en esa época del año las cosas suelen ser más difíciles de lo normal.

Avanzando despacio para no despertar sospechas aunque siempre lista para salir corriendo si fuese necesario, atravesó la calle asegurándose que no pasara ningún auto y terminó topándose de frente con él. Abriendo los ojos en forma exagerada y llena de espanto, soltó un alarido  y echó a correr.

Al cabo de varios metros y dándose cuenta que no la perseguían, se detuvo y giró en redondo. Aún en la distancia  pudo distinguir al tipo que la asustó y que en lugar de seguirla permanecía en el mismo punto. Además le estaba sonriendo, lo cual le pareció sospechoso.

Extrañada, se quedó observándolo un buen rato luego mientras él  le hacía señas para que se acercara – Ni loca –fue lo primero que pensó. Sin embargo la curiosidad la hizo dudar y como el extraño hombre le insistía tanto, fue poco a poco dejándose llevar y empezó a acercarse despacio. De tanto en tanto se detenía con recelo, esperando por si el tipo  hiciera algún movimiento brusco que la hiciera retroceder. Pero el hombre siguió quieto, sólo moviendo las manos en señal de que se aproximara sin dejar de sonreír.

Estando ya lo suficientemente cerca, él le dijo algo que no alcanzó a entender, sin embargo su voz tranquila y grave hizo que ella se relajara y sonrió por primera vez en toda la noche. También por primera vez sintió las manos de Edgar al saludarla. Eran tan suaves y cálidas que con el más leve contacto, se le erizaba el pelo del cuello. Empero, lo que hizo que finalmente perdiera todo atibo de temor y desconfianza fue su olor. Esa fragancia alucinante que usaba fue tan atrayente que ese mismo día decidió darle una oportunidad a tan improbable relación.

Pronto descubrió que Edgar no era un vago noctámbulo como ella y que lo había encontrado a esas horas de la noche tomándose un descanso para luego volver a su trabajo como mesero de un restaurante. Supo cómo se llamaba porque todos los presentes parecían conocerlo de años y en su constante peregrinar por entre las mesas, todos le saludaban amablemente. Bueno casi todos, el único que se dirigía a su nuevo amigo con desdén y prepotencia era un viejo desgarbado y barbón que maldecía detrás de un mostrador llamándole constantemente la atención por cualquier cosa, o bien apurándole para que fuera a recoger los platos sucios de una mesa y tomar la orden de otra.

A Edgar no parecía importarle. Enfundado en sus ajustados pantalones grises que vieron mejores épocas pero que combinaban a la perfección con esa chaqueta negra tan elegante, danzaba por todo el lugar con una charola llevada por todo lo alto. Se detenía un segundo para recoger algún vaso o dejar un plato frente algún cliente al que invariablemente sonreía sólo para volverse para atender a alguien más  y seguir así durante toda la noche.

Desde su primer encuentro, Mónica lo iba a visitar todas las noches. Se acomodaba en un rincón donde el viejo barbón no pudiera sorprenderla y así se quedaba por horas observando a Edgar, tratando de seguirle el ritmo de sus salerosos movimientos con la mirada.

Una de las grandes ventajas de su relación con Edgar era que trabajaba de noche al igual que ella, aunque teniendo un horario más flexible, así podía visitarlo con frecuencia. Pero por encima de todo estaba la comida gratis.

Apenas Edgar se percataba de la presencia de Mónica, le dirigía una sonrisa especial y le quiñaba el ojo. Esa especie de señal secreta entre ambos sólo podía significar una cosa: pronto le serviría de cenar. A ella se le iluminaba el rostro y sus ojos se abrían expectantes a la espera de la especialidad de esa noche.

Sin que el viejo barbón se diera cuenta, Edgar llegaba hasta su rincón con un plato lleno de diferentes y sabrosos bocadillos. Se acercaba y con voz amable la incitaba a que comenzara a comer.

- Vamos Mónica, no seas tímida, come tu cena tranquilamente que aquí nadie te molestará.

Edgar la había puesto así. Como es típico en las de su clase, en el pasado había utilizado un sinnúmero de apodos, muchos de ellos extravagantes, pero finalmente todos falsos, creados o copiados pero siempre impuestos por ella misma. Así que cuando decidió llamarla Mónica, no tuvo objeción y aceptó el nombre con agrado.

Así transcurrió un buen tiempo durante el cual el cariño por Edgar fue en aumento constante. Se había enamorado de Edgar, no sólo por el buen trato y las constantes comidas gratuitas, cosa que no se podía menospreciar, sino que por absurdo que parezca, lo que seguía manteniéndola en una especie de flotación, tal y como si caminara entre nubes cada vez que él estaba cerca, era esa extraña e inquietante loción que siempre llevaba puesta.

Un día, sin embargo todo cambió para siempre. Esa vez, Mónica llegó al restaurante más tarde de lo habitual debido a que se entretuvo con su pandilla realizando un atraco de última hora. Iba apenas a probar su primer bocado cuando el viejo barbón empezó a vociferar:

¡Vamos a cerrar!

Dicho esto continuó gritando a todos, especialmente a su fiel amigo quien se apuraba más de lo de costumbre por recoger los trastos de las mesas ya vacías. Aún así le dio tiempo para, con cierta pena, mirar a Mónica acomodada en su rincón habitual. Para no avergonzarlo más y quizá hasta meterlo en algún lío, ella dejó el plato sin probar y salió sin despedirse.

No tenía ganas de dormir, además el clima era estupendo así que enfiló a la plaza cercana para ver si aún encontraba a sus camaradas afanando o quizá sólo vagando por ahí, dada la hora que era.

Al llegar al parque se dio cuenta que el lugar estaba casi vacío con excepción de Raquel, una antigua compañera de aventuras quien perseguía desesperada a un pobre inocente que había tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Cuando su colega la distinguió, le hizo una vieja señal que Mónica conocía a la perfección y sin perder tiempo se ocultó detrás de un árbol.

Raquel obligó a su víctima para que corriera en dirección a la trampa, al conseguir la distancia precisa, Mónica se abalanzó sobre él y lo empujó por un costado provocando que éste rodara por el piso, maltrecho y herido sin remedio.

Muy orondas estaban las dos por su logro y a punto estaban de consumar su fechoría, cuando sintió que la jalaban hacia atrás levantándola al vilo al tiempo que Raquel huía despavorida. Tardó poco tiempo en darse cuenta que era Edgar quien tiraba de ella. Sus manos eran inconfundibles aunque esta vez la sujetaban con mayor firmeza, casi con violencia.

“Y me trajo a su casa.”

“Yo ya sabía donde vivía pues en varias ocasiones lo seguí sin que el me notara. Esperaba desde un rincón a que entrara y luego lo observaba a través de la ventana, que como luego descubrí, daba a la cocina.”

“En aquel entonces no entendía porqué permanecía tanto ahí, muy concentrado en algo que yo no alcanzaba a ver. Pero lo que más me extrañaba era que el semblante de Edgar cambiaba por completo. De su sonrisa solamente quedaba una mueca y sus ojos parecían sombríos y tristes. Luego de un largo rato, apagaba la luz de la ventana y todo quedaba en silencio y a oscuras.”

“El día que me trajo yo imaginé lo peor. Aunque de oídas, sabía muy bien lo que a otras compañeras les sucedió al ser atrapadas, de muchas no se volvió a saber nada.”

“No, si no es en vano que seamos tan desconfiadas.”

“Me llevaba a la fuerza y yo maldecía mi falta de prudencia. ¿Cómo pude haber confiado en un hombre hasta llegar a bajar completamente la guardia? Pero lo que más me daba coraje fue el hecho de que me agarró desprevenida. Hasta el olfato que tantas ocasiones me salvó, me falló en el instante más importante. De la pura rabia que traía le clavé mis uñas en sus manos pero mis rasguños fueron tan inútiles como mis gritos de desesperación y de pánico.”

“Y sin embargo, no me hizo ningún daño.”

“Apenas entramos, me llevó a la cocina y ahí me dejó libre. Inmediatamente corrí a una esquina aterrada, pero entonces me percaté que de una bolsa sacaba la cena que yo había dejado sin tocar en el establecimiento. Lo miré con extrañeza. De un cajón sacó un plato, sirvió la comida y la colocó en la mesa.”

“A partir de ese día, hemos sido los mejores compañeros. Es verdad que pareciera como si fuéramos de universos muy distantes. Cada uno vive según se entiende, pero además Edgar es tan diferente a mí: Existe solamente al ritmo de un horario estricto y preciso. Mantiene la casa con un orden de museo que resulta chocante, tal parece que estuviera siempre esperando visita aunque no le conozco amigo alguno. Si, sobre todo eso, Edgar es extremadamente solitario, tal vez es por eso que le gusta tanto ir a trabajar.”

“Y a pesar de todo, cuando estamos juntos, me mira y me trata como si no existiera nada más. Eso me hace muy feliz y me gusta creer que a él también.”

“Sé perfectamente que no aprobaría el hecho de que sigo siendo la de antes cuando él no está, pero yo no quiero cambiar. Quizá no sea totalmente honesta, pero lo mismo me pasa con mis amigas, si les contara dónde y con quién vivo, me tildarían de loca y embustera. Por eso prefiero ocultarle a cada uno un pedacito de mi vida”.

Y ahora, estirándose a todo lo ancho de la cama, confiada en que su mentira quedaría oculta para siempre, sonrió para sus adentros. – No creo estar tan mal –pensó.

- La mentira no es tan terrible si se trata de vivir, sobre todo si con esto se puede tener lo mejor de dos mundos –recordó haber escuchado en algún lado.

El ruido que hacía Edgar al poner los platos sobre la mesa y el olor a comida recalentada que llegaba hasta la habitación pararon a Mónica del colchón y corrió a la cocina.

Ahí estaba su amado, como siempre tomando café acompañado de un simple pan tostado. –Pero que hombre tan raro –pensó. Tal vez después de estar llevando y trayendo alimentos le queda a uno el olor tan impregnado que se pierde el gusto por éstos – ¡Qué va! Eso no se lo cree nadie.

- A todo esto ¿Dónde está mi comida? –protestó con altivez dándose cuenta que su plato seguía vació.

Edgar no pareció inmutarse, remojó un pedazo de pan en el café y se lo llevó lentamente a la boca.

- ¿No que no bajabas? -le espetó riéndose a sus anchas. - Pues ahora te quedas sin desayunar.

- ¿Tú piensas que no sé que acabas de cenar? ¿Ah? Felina traviesa –continuó diciendo Edgar mientras le acariciaba la cabeza – Lo que tendrías que hacer es ponerte a dieta.

Mónica levantó la cola en señal de protesta. Digna y orgullosa como siempre, dio media vuelta y dejó a Edgar hablando solo.

- El que dijo que se podía tener lo mejor de dos mundos no era más que un idiota – iba rezongando al subir las escaleras de regreso a su habitación.



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