lunes, 15 de febrero de 2010

Dos Mundos

- Levántate floja, ni creas que te voy a dejar estar ahí todo el día – le ordenó quitándole la sábana de encima.

Mónica abrió un ojo, esbozó una sonrisa burlona y dándose vuelta se acomodó de nuevo en la cama.

- ¡No puedo creer que seas tan perezosa! Me voy a trabajar y estás acostada y cuando llego, ¿sigues dormida?

- ¿No te parece que ya que soy el único que trabaja en esta casa, al menos podrías acompañarme a preparar el desayuno? -insistió Edgar agachándose para gritarle al oído.

Ella resopló en la almohada con enfado.- Ni que estuvieras tan guapo –pensó, pero no le dijo nada.

- ¿No será que te habrás salido en mi ausencia? ¿Eh sinvergüenza?

La pregunta provocó que Mónica abriera los ojos pero estando boca abajo, Edgar no lo notó. Lo que menos deseaba ahora era un interrogatorio para el cual no tendría respuestas convincentes y no quería ni pensar las consecuencias de eso. Ya había pasado antes por ese trance y a punto estuvo de levantarse para evitar sospechas cuando su compañero se retiró rendido. - Al menos por el momento,

- Venga, pues ahí te quedarás sin comer. –escuchó a Edgar bajando las escaleras.

Lo cierto es que llegó de madrugada. Apenas había tenido tiempo para subir a la habitación, meterse en la cama y hacerse la dormida justo antes de que Edgar entrara a la casa.

La noche había sido especialmente agitada y no le apetecía levantarse ni siquiera para cubrir las apariencias. Además no tenía hambre, después de todo la cena había sido inusualmente abundante y sentía que la comida aún revoloteaba en su estómago. Sólo quería dormir o al menos seguir acostada restregándose la cara contra la almohada y disfrutando de la buena suerte que el destino le brindaba.

Quién le iba a decir que apenas hacía un año, las cosas eran muy diferentes. Antes era una callejera como cualquier otra, de esas que después de las labores propias del oficio deambulan por la calle sin un lugar caliente y seguro donde resguardarse.

Ahora tenía un hogar a donde llegar y una especie de pareja que a pesar de las grandes diferencias entre ambos y alguno que otro desacuerdo ocasional, se preocupaba por ella; la cuidaba y le proveía alimento sin esperar nada a cambio, a excepción quizá de un poco de compañía y mimos cuando paraba por casa.

Ciertamente Edgar era un ser muy extraño, pero no estaban los tiempos para ponerse exigente y pensar en volver a la vida de antes, - ¡Ni loca! - Se estremeció tan sólo de pensarlo.

Sin duda fue una relación inusual desde el principio, ella se acordaba:

Lo conoció una fría noche de otoño. Ella salía por el portón de una escuela ya pasadas las once luego de cometer el primer atraco de la noche que al menos le serviría para no desfallecer de hambre, ya que como siempre, en esa época del año las cosas suelen ser más difíciles de lo normal.

Avanzando despacio para no despertar sospechas aunque siempre lista para salir corriendo si fuese necesario, atravesó la calle asegurándose que no pasara ningún auto y terminó topándose de frente con él. Abriendo los ojos en forma exagerada y llena de espanto, soltó un alarido  y echó a correr.

Al cabo de varios metros y dándose cuenta que no la perseguían, se detuvo y giró en redondo. Aún en la distancia  pudo distinguir al tipo que la asustó y que en lugar de seguirla permanecía en el mismo punto. Además le estaba sonriendo, lo cual le pareció sospechoso.

Extrañada, se quedó observándolo un buen rato luego mientras él  le hacía señas para que se acercara – Ni loca –fue lo primero que pensó. Sin embargo la curiosidad la hizo dudar y como el extraño hombre le insistía tanto, fue poco a poco dejándose llevar y empezó a acercarse despacio. De tanto en tanto se detenía con recelo, esperando por si el tipo  hiciera algún movimiento brusco que la hiciera retroceder. Pero el hombre siguió quieto, sólo moviendo las manos en señal de que se aproximara sin dejar de sonreír.

Estando ya lo suficientemente cerca, él le dijo algo que no alcanzó a entender, sin embargo su voz tranquila y grave hizo que ella se relajara y sonrió por primera vez en toda la noche. También por primera vez sintió las manos de Edgar al saludarla. Eran tan suaves y cálidas que con el más leve contacto, se le erizaba el pelo del cuello. Empero, lo que hizo que finalmente perdiera todo atibo de temor y desconfianza fue su olor. Esa fragancia alucinante que usaba fue tan atrayente que ese mismo día decidió darle una oportunidad a tan improbable relación.

Pronto descubrió que Edgar no era un vago noctámbulo como ella y que lo había encontrado a esas horas de la noche tomándose un descanso para luego volver a su trabajo como mesero de un restaurante. Supo cómo se llamaba porque todos los presentes parecían conocerlo de años y en su constante peregrinar por entre las mesas, todos le saludaban amablemente. Bueno casi todos, el único que se dirigía a su nuevo amigo con desdén y prepotencia era un viejo desgarbado y barbón que maldecía detrás de un mostrador llamándole constantemente la atención por cualquier cosa, o bien apurándole para que fuera a recoger los platos sucios de una mesa y tomar la orden de otra.

A Edgar no parecía importarle. Enfundado en sus ajustados pantalones grises que vieron mejores épocas pero que combinaban a la perfección con esa chaqueta negra tan elegante, danzaba por todo el lugar con una charola llevada por todo lo alto. Se detenía un segundo para recoger algún vaso o dejar un plato frente algún cliente al que invariablemente sonreía sólo para volverse para atender a alguien más  y seguir así durante toda la noche.

Desde su primer encuentro, Mónica lo iba a visitar todas las noches. Se acomodaba en un rincón donde el viejo barbón no pudiera sorprenderla y así se quedaba por horas observando a Edgar, tratando de seguirle el ritmo de sus salerosos movimientos con la mirada.

Una de las grandes ventajas de su relación con Edgar era que trabajaba de noche al igual que ella, aunque teniendo un horario más flexible, así podía visitarlo con frecuencia. Pero por encima de todo estaba la comida gratis.

Apenas Edgar se percataba de la presencia de Mónica, le dirigía una sonrisa especial y le quiñaba el ojo. Esa especie de señal secreta entre ambos sólo podía significar una cosa: pronto le serviría de cenar. A ella se le iluminaba el rostro y sus ojos se abrían expectantes a la espera de la especialidad de esa noche.

Sin que el viejo barbón se diera cuenta, Edgar llegaba hasta su rincón con un plato lleno de diferentes y sabrosos bocadillos. Se acercaba y con voz amable la incitaba a que comenzara a comer.

- Vamos Mónica, no seas tímida, come tu cena tranquilamente que aquí nadie te molestará.

Edgar la había puesto así. Como es típico en las de su clase, en el pasado había utilizado un sinnúmero de apodos, muchos de ellos extravagantes, pero finalmente todos falsos, creados o copiados pero siempre impuestos por ella misma. Así que cuando decidió llamarla Mónica, no tuvo objeción y aceptó el nombre con agrado.

Así transcurrió un buen tiempo durante el cual el cariño por Edgar fue en aumento constante. Se había enamorado de Edgar, no sólo por el buen trato y las constantes comidas gratuitas, cosa que no se podía menospreciar, sino que por absurdo que parezca, lo que seguía manteniéndola en una especie de flotación, tal y como si caminara entre nubes cada vez que él estaba cerca, era esa extraña e inquietante loción que siempre llevaba puesta.

Un día, sin embargo todo cambió para siempre. Esa vez, Mónica llegó al restaurante más tarde de lo habitual debido a que se entretuvo con su pandilla realizando un atraco de última hora. Iba apenas a probar su primer bocado cuando el viejo barbón empezó a vociferar:

¡Vamos a cerrar!

Dicho esto continuó gritando a todos, especialmente a su fiel amigo quien se apuraba más de lo de costumbre por recoger los trastos de las mesas ya vacías. Aún así le dio tiempo para, con cierta pena, mirar a Mónica acomodada en su rincón habitual. Para no avergonzarlo más y quizá hasta meterlo en algún lío, ella dejó el plato sin probar y salió sin despedirse.

No tenía ganas de dormir, además el clima era estupendo así que enfiló a la plaza cercana para ver si aún encontraba a sus camaradas afanando o quizá sólo vagando por ahí, dada la hora que era.

Al llegar al parque se dio cuenta que el lugar estaba casi vacío con excepción de Raquel, una antigua compañera de aventuras quien perseguía desesperada a un pobre inocente que había tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Cuando su colega la distinguió, le hizo una vieja señal que Mónica conocía a la perfección y sin perder tiempo se ocultó detrás de un árbol.

Raquel obligó a su víctima para que corriera en dirección a la trampa, al conseguir la distancia precisa, Mónica se abalanzó sobre él y lo empujó por un costado provocando que éste rodara por el piso, maltrecho y herido sin remedio.

Muy orondas estaban las dos por su logro y a punto estaban de consumar su fechoría, cuando sintió que la jalaban hacia atrás levantándola al vilo al tiempo que Raquel huía despavorida. Tardó poco tiempo en darse cuenta que era Edgar quien tiraba de ella. Sus manos eran inconfundibles aunque esta vez la sujetaban con mayor firmeza, casi con violencia.

“Y me trajo a su casa.”

“Yo ya sabía donde vivía pues en varias ocasiones lo seguí sin que el me notara. Esperaba desde un rincón a que entrara y luego lo observaba a través de la ventana, que como luego descubrí, daba a la cocina.”

“En aquel entonces no entendía porqué permanecía tanto ahí, muy concentrado en algo que yo no alcanzaba a ver. Pero lo que más me extrañaba era que el semblante de Edgar cambiaba por completo. De su sonrisa solamente quedaba una mueca y sus ojos parecían sombríos y tristes. Luego de un largo rato, apagaba la luz de la ventana y todo quedaba en silencio y a oscuras.”

“El día que me trajo yo imaginé lo peor. Aunque de oídas, sabía muy bien lo que a otras compañeras les sucedió al ser atrapadas, de muchas no se volvió a saber nada.”

“No, si no es en vano que seamos tan desconfiadas.”

“Me llevaba a la fuerza y yo maldecía mi falta de prudencia. ¿Cómo pude haber confiado en un hombre hasta llegar a bajar completamente la guardia? Pero lo que más me daba coraje fue el hecho de que me agarró desprevenida. Hasta el olfato que tantas ocasiones me salvó, me falló en el instante más importante. De la pura rabia que traía le clavé mis uñas en sus manos pero mis rasguños fueron tan inútiles como mis gritos de desesperación y de pánico.”

“Y sin embargo, no me hizo ningún daño.”

“Apenas entramos, me llevó a la cocina y ahí me dejó libre. Inmediatamente corrí a una esquina aterrada, pero entonces me percaté que de una bolsa sacaba la cena que yo había dejado sin tocar en el establecimiento. Lo miré con extrañeza. De un cajón sacó un plato, sirvió la comida y la colocó en la mesa.”

“A partir de ese día, hemos sido los mejores compañeros. Es verdad que pareciera como si fuéramos de universos muy distantes. Cada uno vive según se entiende, pero además Edgar es tan diferente a mí: Existe solamente al ritmo de un horario estricto y preciso. Mantiene la casa con un orden de museo que resulta chocante, tal parece que estuviera siempre esperando visita aunque no le conozco amigo alguno. Si, sobre todo eso, Edgar es extremadamente solitario, tal vez es por eso que le gusta tanto ir a trabajar.”

“Y a pesar de todo, cuando estamos juntos, me mira y me trata como si no existiera nada más. Eso me hace muy feliz y me gusta creer que a él también.”

“Sé perfectamente que no aprobaría el hecho de que sigo siendo la de antes cuando él no está, pero yo no quiero cambiar. Quizá no sea totalmente honesta, pero lo mismo me pasa con mis amigas, si les contara dónde y con quién vivo, me tildarían de loca y embustera. Por eso prefiero ocultarle a cada uno un pedacito de mi vida”.

Y ahora, estirándose a todo lo ancho de la cama, confiada en que su mentira quedaría oculta para siempre, sonrió para sus adentros. – No creo estar tan mal –pensó.

- La mentira no es tan terrible si se trata de vivir, sobre todo si con esto se puede tener lo mejor de dos mundos –recordó haber escuchado en algún lado.

El ruido que hacía Edgar al poner los platos sobre la mesa y el olor a comida recalentada que llegaba hasta la habitación pararon a Mónica del colchón y corrió a la cocina.

Ahí estaba su amado, como siempre tomando café acompañado de un simple pan tostado. –Pero que hombre tan raro –pensó. Tal vez después de estar llevando y trayendo alimentos le queda a uno el olor tan impregnado que se pierde el gusto por éstos – ¡Qué va! Eso no se lo cree nadie.

- A todo esto ¿Dónde está mi comida? –protestó con altivez dándose cuenta que su plato seguía vació.

Edgar no pareció inmutarse, remojó un pedazo de pan en el café y se lo llevó lentamente a la boca.

- ¿No que no bajabas? -le espetó riéndose a sus anchas. - Pues ahora te quedas sin desayunar.

- ¿Tú piensas que no sé que acabas de cenar? ¿Ah? Felina traviesa –continuó diciendo Edgar mientras le acariciaba la cabeza – Lo que tendrías que hacer es ponerte a dieta.

Mónica levantó la cola en señal de protesta. Digna y orgullosa como siempre, dio media vuelta y dejó a Edgar hablando solo.

- El que dijo que se podía tener lo mejor de dos mundos no era más que un idiota – iba rezongando al subir las escaleras de regreso a su habitación.



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